A las cinco de la tarde del 26 marzo de 1827 se
levantó en Viena un fuerte viento que momentos después se transformaría en una
impetuosa tormenta. En la penumbra de su alcoba, un hombre consumido por la
agonía está a punto de exhalar su último suspiro. Un intenso relámpago ilumina
por unos segundos el lecho de muerte. Aunque no ha podido escuchar el trueno
que resuena a continuación, el hombre se despierta sobresaltado, mira fijamente
al infinito con sus ojos ígneos, levanta la mano derecha con el puño cerrado en
un último gesto entre amenazador y suplicante y cae hacia atrás sin vida. Un
pequeño reloj en forma de pirámide, regalo de la duquesa Christiane Lichnowsky,
se detiene en ese mismo instante. Ludwig van Beethoven, uno de los más grandes
compositores de todos los tiempos, se ha despedido del mundo con un ademán
característico, dejando tras de sí una existencia marcada por la soledad, las
enfermedades y la miseria, y una obra que, sin duda alguna, merece el
calificativo de genial.
Ludwig van Beethoven
Nacido en Bonn en 1770, Ludwig van Beethoven creció en el
Palatinado, sometido a los usos y costumbres cortesanos propios de los estados
alemanes; desde allí saludaría la Revolución francesa y luego el advenimiento
de Napoleón como el gran reformador y liberador de la Europa feudal, para
acabar contemplando desilusionado con la consolidación del Imperio francés. Su
obra arrasó como un huracán las convenciones musicales clasicistas de su época
y tendió un puente directo, más allá del romanticismo posterior, con Brahms y
Wagner, e incluso con músicos del siglo XX como Bartók, Berg y Schonberg. Su
personalidad configuró uno de los prototipos del artista romántico defensor de
la fraternidad y la libertad, apasionado y trágico.
La familia Beethoven era originaria de Flandes, lo que no era un
hecho extraordinario entre los servidores de la provinciana corte de Bonn en el
Palatinado. Ludwig, el abuelo del compositor, en cuya memoria se le impuso su
nombre, se había instalado en 1733 en Bonn, ciudad en la que llegó a ser un
respetado maestro de capilla de la corte del elector. Dentro del rígido sistema
social de su tiempo, Johann, su hijo, también fue educado para su ingreso en la
capilla palatina. El padre de Beethoven, sin embargo, no destacó precisamente
por sus dotes musicales, sino más bien por su alcoholismo; a su muerte, en
1792, se ironizó con crueldad en la corte sobre el descenso de ingresos
fiscales por consumo de bebidas en la ciudad.
Johann se casó con María Magdalena Keverich en 1767, y tras un
primer hijo también llamado Ludwig, que murió poco después de nacer, nació el
16 de diciembre de 1770 el que habría de ser compositor. A Ludwig siguieron
otros dos niños, a los que pusieron los nombres de Caspar Anton Karl y
Nikolauss Johann. A la muerte del abuelo, auténtico tutor de la familia (Ludwig
contaba entonces tres años de edad), la situación moral y económica del
matrimonio se deterioró rápidamente. El dinero escaseó; los niños andaban mal
nutridos y no era infrecuente que fueran golpeados por el padre; la madre iba
consumiéndose, hasta el extremo de que, al morir en 1787 a los cuarenta años,
su aspecto era el de una anciana.
Casa natal de Beethoven, hoy convertida en museo
Parece ser que Johann se percató pronto de las dotes musicales
de Ludwig y se aplicó a educarlo con férrea disciplina como concertista, con la
idea de convertirlo en un niño prodigio mimado por la fortuna, a la manera del
primer Mozart. En 1778 el niño tocaba el clave en público y llamó la atención
del anciano organista Van den Eeden, que se ofreció a darle clases
gratuitamente. Un año más tarde, Johann decidió encargar la formación musical
de Ludwig a su compañero de bebida Tobias Pfeiffer, músico mucho mejor dotado y
no mal profesor, pese a su anarquía alcohólica que, ocasionalmente, imponía
clases nocturnas al niño cuando se olvidaba de darlas durante el día.
Infancia y formación
Los testimonios de estos años trazan un sombrío
retrato del niño, hosco, abandonado y resentido, hasta que en su destino se
cruzó Christian Neefe, un músico llegado a Bonn en 1779, quien tomó a su cargo
no sólo su educación musical, sino también su formación integral. Diez años más
tarde, el joven Beethoven le escribió: «Si alguna vez me convierto en un gran
hombre, a ti te corresponderá una parte del honor». A Neefe se debe, en
cualquier caso, la nota publicada en el Cramer Magazine en marzo de 1783, en la
que se daba noticia del virtuosismo interpretativo de Beethoven, superando «con
habilidad y con fuerza» las dificultades de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, y de la
publicación en Mannheim de las nueve Variaciones sobre una marcha de
Dressler, que constituyeron sin duda alguna su primera composición.
En junio de 1784 Maximilian Franz, el nuevo elector de Colonia
(que habría de ser el último), nombró a Ludwig, que entonces contaba catorce
años de edad, segundo organista de la corte, con un salario de ciento cincuenta
guldens. El muchacho, por aquel entonces, tenía un aire severo, complexión
latina (algunos autores la califican de «española» y recuerdan que este tipo de
físico apareció en Flandes con la dominación española) y ojos oscuros y voluntariosos;
a lo largo de su vida, algunos los vieron negros, y otros gris verdosos, siendo
casi seguro que su tonalidad varió con la edad o con sus estados de ánimo.
Amarga habría sido la vida del joven Ludwig en Bonn, sobre todo
tras la muerte de su madre en 1787, si no hubiera encontrado un círculo de
excelentes amigos que se reunían en la hospitalaria casa de los Breuning:
Stefan y Eleonore von Breuning, a la que se sintió unido con una apasionada
amistad, Gerhard Wegeler, su futuro marido y biógrafo de Beethoven, y el pastor
Amenda. Ludwig compartía con los jóvenes Von Breuning sus estudios de los
clásicos y, a la vez, les daba lecciones de música. Habían corrido ya por Bonn
(y tal vez este hecho le abriera las puertas de los Breuning) las alabanzas que
Mozart había dispensado al joven intérprete con ocasión de su visita a Viena en
la primavera de 1787. Cuenta la anécdota que Mozart no creyó en las dotes
improvisadoras del joven hasta que Ludwig le pidió a Mozart que eligiera él
mismo un tema. Quizá Beethoven recordaría esa escena cuando, muchos años más
tarde, otro muchacho, Liszt, solicitó tocar en su presencia en espera de su
aprobación y aliento.
Estos años de formación con Neefe y los jóvenes Von Breuning
fueron de extrema importancia porque conectaron a Beethoven con la sensibilidad
liberal de una época convulsionada por los sucesos revolucionarios franceses, y
dieron al joven armas sociales con las que tratar de tú a tú, en Bonn y, sobre
todo, en Viena, a la nobleza ilustrada. Pese a sus arranques de mal humor y
carácter adusto, Beethoven siempre encontró, a lo largo de su vida, amigos
fieles, mecenas e incluso amores entre los componentes de la nobleza austriaca,
cosa que el más amable Mozart a duras penas consiguió.
Beethoven tenía sin duda el don de establecer contactos con el
yo más profundo de sus interlocutores; aun así, sorprende la fidelidad de sus
relaciones en la élite, especialmente si se considera que no estaban habituadas
a un lenguaje igualitario, cuando no zumbón o despectivo, por parte de sus
siervos, los músicos. Forzosamente la personalidad de Beethoven debía subyugar,
incluso al margen de la genialidad y grandeza de sus creaciones. Así, su
amistad con el conde Waldstein fue decisiva para establecer los contactos
imprescindibles que le permitieron instalarse en Viena, centro indiscutible del
arte musical y escénico, en noviembre de 1792.
En Viena
El avance de las tropas francesas sobre Bonn y la estabilidad
del joven Beethoven en Viena convirtieron lo que tenía que ser un viaje de estudios
bajo la tutela musical de Haydn en una estancia definitiva. Allí, al poco de
llegar, recibió la entusiasta protección del príncipe Lichnowsky, quien lo
hospedó en su casa, y recibió lecciones de Johann Schenck, del teórico de la
composición Albrechtsberger y del maestro dramático Antonio Salieri.
Sus éxitos como improvisador y pianista eran
notables, y su carrera como compositor parecía asegurada económicamente con su
trabajo de virtuoso. Porque, entretanto, el joven Beethoven componía
infatigablemente: fue éste, de 1793 a 1802, su período clasicista, bajo la
benéfica influencia de la obra de Haydn y de Mozart, en el que dio a luz sus
primeros conciertos para piano, las cinco primeras sonatas para violín y las
dos para violoncelo, varios tríos y cuartetos para cuerda, el lied Adelaide y
su primera sinfonía, entre otras composiciones de esta época. Su clasicismo no
ocultaba, sin embargo, una inequívoca personalidad que se ponía de manifiesto
en el clima melancólico, casi doloroso, de sus movimientos lento y adagio,
reveladores de una fuerza moral y psíquica que se manifestaba por vez primera
en las composiciones musicales del siglo.
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